3.3.09

El plan secreto del emperador

- Señor Emperador - intervino Hiroki, con una reverencia - como su asesor personal, déjeme decirle que es el plan más brillante, utópico, genial y descabellado que oí en mi vida. Su osadía y desmesura son un fiel reflejo de vuestras cualidades, y será un honor para mí ejecutarlo.

El emperador asintió con desinterés y volvió a sus lecturas filosóficas, fumando lentamente de una pipa azul y delgada, brillante como las plumas de los ruiseñores del jardín imperial. Hiroki se puso en marcha. Tenía en sus manos una misión secreta y terrible. De su capacidad dependía entonces la empresa más grande que alguna vez se había iniciado. Su objetivo final: la conquista del mundo entero. Un imperio más inmenso que el de Augusto, más interminable que el de Alejandro, con más puestas de sol que el de Carlos V. Su éxito le proporcionaría a Hiroki, además, la gloria y el recuerdo. Dos prendas eternas. Su fracaso, por otro lado, significarían la muerte y el olvido, que a lo mejor eran la misma cosa.

Lo único seguro: la misión debía ser completamente secreta y jamás develada, dada su compleja ideación, donde el ingrediente central era la sorpresa. Y de eso se trataba el encargo de Hiroki. Preparar un ataque relámpago a nivel mundial, colocando las fichas lentamente, con la paciencia de un ajedrecista.

El plan del emperador consistía en colocar un agente imperial en cada ciudad del mundo, y brindarle un empleo común y corriente que funcionaría como fachada de su verdadera utilidad: estudiar los movimientos más íntimos de cada lugar, los puntos críticos para un futuro ataque, la posición de las fuerzas de seguridad, y todo lo necesario para el éxito del plan. En este sentido, se los equiparía con un equipo de trasmisión radial y recibirían además las llaves de un inmueble donde vivirían y ejercerían el comercio.

La segunda parte del plan era mucho más compleja y todavía más descabellada, pero como jamás se llevó a cabo, no vale la pena relatar su intrincada evolución. Hiroki tuvo bastantes dificultades desde el principio, aunque se las arregló para llevar adelante con moderado éxito los primeros pasos.
Para empezar, utilizó a discreción las arcas del imperio para adquirir una casa en cada ciudad mediana y grande del mundo. El emperador quería que sean los peones las piezas más importantes de su juego, por lo que no quería dejar ninguna población sin su infiltrado. Sólo los pueblos rurales y poco funcionales habían sido dejados de lado.

Más tarde inició el reclutamiento de voluntarios más grande que jamás se haya visto. Millones de ciudadanos fueron convocados a cumplir servicio y destinados a los lugares más disímiles del planeta. A nadie podían comentar de su misión, ni a sus esposas que en todos los casos los acompañarían. Revelar el secreto equivalía a la pena de muerte, les dijo Hiroki.

Así que de a poco, fueron instalándose en silencio en todas las ciudades, e integrándose a la vida cotidiana de cada comunidad. Pasaban el día trabajando con esmero y aprendiendo el idioma, y por las noches elaboraban brevísimos informes en clave que envíaban a un contacto radial, que sólo respondía con un pitido, confirmando la aceptación del mensaje.

Pero el Emperador murió de pronto, tal vez envenenado por sus propios hijos, como debe morir un emperador, y el plan fue descubierto por sus asesinos, quienes entendieron finalmente que el emperador había enloquecido hace ya muchos años, y que todo debía quedar en el más completo olvido.

Hiroki fue condenado a muerte y ejecutado en el mismo acto, su oficina fue desbaratada y sus archivos quemados. Ninguno de los pocos que habían conocido ese desquicio de plan volvió a mencionar el asunto, y el nuevo emperador amenazó con la muerte a quien lo hiciera.

Nadie se ocupó jamás de los agentes dispersos por el mundo. Con el tiempo, fueron dejando de recibir los pitidos de su transmisor y aceptaron el olvido imperial con tristeza y en silencio. Los más despiertos supieron que no podían volver al Japón porque serían muertos. Así que todos fueron adaptándose a las costumbres, aprendiendo de verdad el oficio que antes era una fachada, y logrando prosperar gracias a su capacidad de trabajo y resignación. Algunos incluso, en las ciudades en las que más agentes había, pudieron formar pequeñas comunidades, en donde se enseñaban artes marciales y cultura imperial, y podían recordar anécdotas de su país natal, o contar chistes burlones acerca del emperador. En los escritos de Hiroki se puede observar como la mezquindad creativa, proverbial en cualquier fuerza armada, asignaba a cada agente los mismos oficios. La mayoría, para ser claros, debía trabajar como tintorero, función que ejercieron con responsabilidad y profesionalismo, alcanzando la perfección total en el oficio. Ya no hay tintoreros como aquellos.

Con los años, hasta los mismos agentes olvidaron su misión con destino fallido, y abrazaron la tierra que los había recibido. Tuvieron hijos, se nacionalizaron, olvidaron.

Algunos pocos, suben todavía a sus altillos, al amparo de las sombres y a cubierto de sus esposas, y envían someros informes en clave al silencio de las estrellas, buscando, quien sabe, revivir los días de juventud y aventura.

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